viernes, junio 14, 2013

DAVID BENEDICTE



La invención de los monstruos: Salvador Dali


DAVID BENEDICTE
Santa Ofelia

ESTA Ofelia  
    no es la Ofelia
    cadavéricamente
    shakespeareana
    de Rimbaud,
    sino una Ofelia
    de periférico barrio,
    radiante y desequilibrada.

Esta Ofelia
    no flota
    como un gran lirio
    cuando tocan
    a muerte
    los bosques
    más recónditos
    de su martirio.

Tampoco
    murmura,
    su suave locura
    la misma tonada
    en el aire nocturno
    desde hace dos o tres eternidades.

A esta pálida
    Ofelia
    el doctor Zabalbeascoa
    le hace señas
    desde la puerta
    abi             erta
    de su despacho
    mientras
    ella se apoya
    en la pared
    con un gesto
    de fastidioso
    desánimo.

Tres tabletas
    de Quazepam
    por todo almuerzo.

Tiene la frente
    empapada
    de sudor,
    esta Ofelia,
    a la que martirizan
    bajo las aguas profundas
    que acunan a las estrellas
    esos monstruosos monstruos
    mansos denominados
    Malestar, Sed, Estupor y Escalofrío.
  
Eyacula
    en su interior  
    el doctor Zabalbeascoa
    amándola y amándola
    mientras admira
    su pubis dorado
    como si fuera un altar
    reconquistado,
    y le besa los pies
    o se los muerde.

Y vuelve Ofelia,
    encandilada
    cual mariposa,
    a su pared
    y al día
    de la vida,
    rellena, dormida,
    recostada en sus velos
    y arruinamientos
    de infinitas ruinas rosas.

Por los pasillos
    desfilan locos,
    encorvados locos,
    locoslocoslocoslocoslo
    cos encorvados
    por cruces invisibles.

En la boca
    entre     abi     erta
    del celador
    dormido,
    Ofelia vierte
    viagras
    sin fijarse
    en su azular.
  
Este hospital
    es su destino.

¡Aquí violar,
    raptar,
    desmembrar,
    asfixiar,
    corromper,
    acribillar a tiros,
    releer a Paulo Coelho
    y automedicarse,
    es sano!

Por eso estoy seguro
    de que pronto,
    muy pronto
    realquilará su cordura
    nuestra adorada Ofelia,
    y no tardaremos
    en mudarnos
    al frío viento
    que cae de Noruega.

Allí, en la noche
    estrellada,
    viviremos
    los tres,
    tú, ella y yo,
    una vida
    de banalidad
    exquisita.

Repletos,
    ahítos,
    saciados
    de transfusiones
    de salmuera,
    letales plátanos
    y rollitos
    de jamón york
    salseados
    con esa nata lúgubre
    que circula,
    indolente,
    por las arterias
    de algunos salmones
    con severas molestias
    cardio     vascu     lares.


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