Vista del campo de concentración de Saint Cyprien, 1939
Antonio Rodriguez Alarcón
TODOS LOS WINNIPEG
Yo los puse en mi barco.
Pero mis españoles no venían
de Versalles,
del baile plateado,
de las viejas alfombras de
amaranto,
de las copas que trinan
con el vino,
no, de allí no venían,
no, de allí no venían.
PABLO NERUDA
Sobre la
metálica piel del carguero, untada de betún
y de sal, otra
piel llagada y oscura se tuesta al sol.
No es el crucero
que se desliza como iceberg de azúcar
por el Adriático
rumbo a Ítaca ni crecen palmeras
de plástico
junto al vaso de la piscina en cubierta.
Tampoco hay
camareros de blanco
sirviendo
exóticos cócteles ni un capitán cargado
de entorchados y
sonrisas saludando el día.
Aquí el agua de
lluvia se pudre y se evapora
nauseabunda sin
poderse beber.
Son esclavos
abandonados en alta mar.
Feroz siglo XXI
tan esperado y tan cruel,
reviviendo un
pasado de negreros y piratas
emboscados en
los puertos de la abundancia.
¡Oid, son
esclavos!
En septiembre
del 39 otro carguero puso rumbo
a Valparaíso,
dos mil españoles hacia Chile.
No llegaron de
Versalles, no, de allí no venían.
Llegaron de Le
Perthus, de Argelés sur Mer,
de Saint
Ciprien, de Bacares…, sonoros nombres
de una lengua
tan dulce y cercana.
De desnudas
playas cercadas de espino y metralletas,
del crudo
invierno sobre la arena y el hambre.
De desesperadas
noches sin luna.
El hambre,
siempre el hambre. Pero no siempre
el pan, también
la guerra empuja una riada nómada,
un humano
trasiego de corazones desvencijados
hacia todos los
puertos de Trompeloup.
¿Se hundió el
Titanic con su lujo de cartón piedra
y con él todos
los Winnipeg? Mandad mensajes
y cablegramas.
Que los lleven las sirenas adormecidas
sobre los
mascarones de proa en Isla Negra.
Que despierten
los cónsules de emigración,
los embajadores
poetas: que se abran todos los puertos.
Que atraquen
seguros todos los Winnipeg.
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