lunes, octubre 25, 2010

La noche: Joan Candells y Jordi Ballester


DAVID GONZALEZ
EN LAS TIERRAS DE GOLIAT
Poesía no ficción


El primer carro, no obstante, como si su conductor no estuviese muy seguro de en dónde se estaba metiendo, como si no las tuviera todas consigo y dudase entre seguir adelante o dar marcha atrás y volverse por donde se ha venido, se acerca, despacio, con precaución, a mí, muy despacio, sin luz en los faros delanteros, y como si de una limusina se tratara, se detiene, con suavidad, a mi altura. Pero no se trata, como es lógico, de una limusina, sino de un Seat Ronda que pierde tanto aceite como su dueño, el bujarrón que se esconde detrás del volante.
Abro la puerta y me agacho para mirar dentro.
¿Subes?, me pregunta el buja. ¿Te vienes conmigo?
El jibia, así a simple vista, es un tío joven, de unos treinta, no muy alto, más delgado que yo, pecho de lata, cuello largo, pelo corto y una expresión de memo en su careto que le convierte en la víctima ideal, la víctima propiciatoria. La longitud de su cuello me hace recordar a un compañero de escuela, del San Eutiquio, al que todos llamábamos Fedor. Las collejas, a Fedor, y no es coña, no estoy vacilando, en vez de con la palma de la mano, se las dábamos con una raqueta de pimpón.
Subo al raca, me apalanco en el asiento y chapo la puerta. En el loro está sonando Bad. Malo. Pero yo no lo soy, Michael, capullo. No, yo no soy el malo de la película, tío. Para nada. Sin hipócritas como tú, Jackson, pederasta de mierda, o como el pringao éste que se sienta a mi lado, sin farsantes que os avergonzáis de vosotros mismos, de lo que realmente sois, pederastas y maricones en este caso, y que encima vais por la vida de todo lo contrario, la gente como yo (paleros) no existiría, no tendría razón de ser.
¿No llevarás escondida una navaja, verdad?
Encima, el muy puta, desconfiado, me digo. Aunque hace bien, en desconfiar. Sí que la llevo. Una navaja, una automática.
Sí así te vas a quedar más tranquilo, le digo, te dejo que me cachees, como si fueses un madero, le sonrío.
No, me dice. No es necesario. Me fío de ti.
Pues no deberías, colega, pienso.
¿Y qué es lo que te molaría que hiciéramos?, le pregunto.
¿Tú que haces?, me pregunta.
¿Yo? De todo, le contesto. Lo que tú me digas. Si quieres hasta te puedo follar, le digo.
No, no, me dice, eso no.
¿Prefieres que te la chupe? ¿O quieres chupármela tú a mí?
No, no, eso tampoco.
¿Una gayola entonces? ¿Una paja?
Menea la cabeza en sentido afirmativo, sin pronunciar palabra alguna.
Pero primero la guita, le digo. Que luego no tengo ganas de jaris.
¿Cuánto?, me pregunta.
Dos napos, le digo. Dos mil pesetas, le traduzco.
Guardo la cifra en el grilo y después le digo:
Venga, vamos, tira, y no te olvides de poner las luces.
Le voy indicando el camino hasta que llegamos a una de las dársenas del Fomento; entonces le sugiero que apague las luces de los cuatro faros y aparque entre unas embarcaciones de pesca, varadas en mitad del espigón, y en donde nadie podrá vernos, ni molestarnos.
Y ahora, le digo, vete bajándote los pantalones.
Cuando los tiene, los alares, hacia la altura del tobillo, abro la puerta del tequi y salgo de naja… ¿O qué te habías pensado? ¿Que era maricón, un chapero como escribí al principio, y que de verdad le iba a hacer una gallarda al filimecas ese? ¡Tú de qué vas, tío!

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